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“Durante tres años de vida marital, fue víctima de una brutal violencia por parte de su pareja. Estuvo a punto de morir con su bebé. Tratando de protegerse a sí misma y a su hijo, Yasemin Çakal se vio inculpada por un asesinato que no había premeditado. Estuvo prisionera junto a su bebé, solicitaron para ella cadena perpetua”.
Estas líneas recogen las palabras más dulces que se escribieron a propósito de Yasemin, tras la disputa mortal (10 de julio de 2010).
Junto al colectivo de mujeres feministas “Feminist Kadın Kolektifi”, tomé parte civil durante su juicio. Supimos que Yasemin en realidad no debería haber sido acusada, sin embargo, se leyeron los cargos en su contra durante la primera audiencia y se solicitó para ella una condena a “cadena perpetua incompresible” 1. Yasemin, a quien el Estado no había protegido, se había visto obligada a defender a su bebé y a sí misma, matando a su compañero para poder seguir viviendo.
Por aquel entonces, estuve presente entre las numerosas mujeres que escucharon el grito de Yasemin. Una entre las miles de mujeres, cuyos corazones latían por la libertad de Yasemin y que se reunieron en torno a ella, en oposición a la justicia que protegía al hombre. Permaneció entre rejas durante los tres años que duró el juicio. El tribunal, considerando que “había cometido el acto, presa del pánico, en circunstancias emocionales que la condujeron a traspasar los límites de la razón, en estado de choque”, decidió que no había motivos para condenarla.
Puedes consultar el documento( en turco) de la cronología del juicio siguiendo este enlace.
Fue un gran logro obtenido en nombre de todas las mujeres.
Pero cuando supe que Yasemin estaba viviendo en un campo de refugiados en Suiza, comprendí que se trataba de una victoria parcial.
Yasemin vive ahora en Suiza los difíciles primeros días del exilio. En la habitación de un lugar desconocido, cuyo idioma no habla, junto a su hijo y gente procedente de diversos países del mundo, aguarda el día en el que pueda comenzar a vivir de nuevo. La Oficina Suiza de Migración cree que la solicitud de asilo de Yasemin Çakal tiene carácter humanitario, no político. ¿Pero no es político todo lo relacionado con el ser humano? Escuchemos el relato de Yasemin de su propia boca y decidamos juntos, si su causa es política o no.
“Me sacaron de la escuela porque mis pechos eran más grandes que los de mis compañeras.”
“Pertenezco a una sociedad tribal” (aşiret). Mi familia vivía arraigada a una rigurosa tradición. Nos criaron sin ningún margen de flexibilidad, pero creo que fui yo la más afectada. Recuerdo, desde que tengo uso de razón, que me criaron para cumplir el rol de futura esposa. Una candidata nupcial para servir al hombre, para satisfacer sus necesidades.
Fui a la misma escuela que mi hermano mayor; él no me dejaba ni respirar. Nunca tuve descanso. No se me permitió respirar ni en la escuela ni en mi pugna por la vida. Mi hermano mayor ostentaba todos los derechos, porque era hombre. En casa, todas las tareas domésticas me correspondían a mí. Ellos iban en bicicleta, yo no podía. Mis resultados escolares eran buenos, pero los únicos halagos eran para ellos. Porque eran hombres e iban a estudiar. ¡De todas formas, no había margen para pensar en mi vida escolar! Tenía once años nada más cuando mi madre me obligó a esconder mi cabello. Yo no quería. Recuerdo que me golpearon durante tres noches porque no me cubría la cabeza, pero no cedí. No consiguieron que me pusiera el velo.
Crecía más deprisa que mis compañeras. Mi hermano decía: “Esta tiene los pechos demasiado grandes, me va a meter en problemas, no dejéis que venga a la escuela” y eso es lo que sucedió. Siempre tuve tendencia a hacer preguntas, a cuestionarme “¿por qué?”. En realidad, yo también resistía. El lograr que no pudiesen obligarme a ponerme el velo supuso mi primera revuelta y mi primera victoria.
Durante años, solo salí de mi barrio, Estambul para mí no era más que un barrio. Me asustaron de tal modo. Como si fuese a tomar el rumbo equivocado si franqueaba la esquina. Con el tiempo comprendí que todo aquello era una tontería.
Tras acabar la escuela, tuve trabajos esporádicos. Eso sí, sin salir del barrio. Por aquel entonces no podía pasar ni cinco minutos con mis amigas, del trabajo a casa y de casa al trabajo. En aquella época eran habituales los matrimonios arreglados. Todos los días se presentaba alguien en casa. Servía café a gente que no conocía. Me refiero a una edad en la que ignoraba lo que era el amor. Nunca quise casarme. Nunca… Pero mi madre me iba a entregar a alguien, me iba a casar. La única salida que se me ocurrió fue que, si alguien venía a pedir mi mano, mi familia lo rechazaría, así que la gente pensaría que ya tenía un pretendiente y no vendrían más a pedir mi mano. Como he dicho antes, era pequeña, no podía pensar en otra alternativa. Al difunto lo encontré yo. Lo llamo “difunto” no porque me arrepienta, sino porque me niego a pronunciar su nombre de pila, que se sepa. En fin…
Estaba interesado en mí. Vete a saber cómo se puede sentir atracción por una niña… Era mayor que yo, pero para que mi plan funcionara, dije “vale”. Vinieron una noche para conocer a mi familia, supuestamente. Pensé que los míos no aceptarían, pero nos pusieron las alianzas en los dedos. ¿Por qué lo hicieron? Porque el pretendiente disfrutaba de una buena posición económica. Yo no había caído en ese detalle, pero en aquel preciso instante, me di cuenta. Dije que no quería. Quería estudiar, sólo estudiar. Unos días después, me quité el anillo y me largué. Fui a casa de mi tía. Por supuesto, vinieron a buscarme aquella misma noche. Pero ya no regresé a casa, me llevaron donde mi prometido. Se organizó de urgencia un matrimonio religioso, sin fiesta ni nada, no era necesario. Años más tarde, se celebró un ágape nupcial por insistencia de mi suegra. Mi suegra me quería. Lo habéis comprendido, la fecha de mi matrimonio es anterior a la fecha que figura en el documento oficial. Nunca antes había hablado de esto, tenía miedo. Podéis interpretar mis palabras como queráis, porque ese miedo aún no ha desaparecido.
“Si tu marido te hubiese rechazado, yo te habría matado aquel mismo día”
Comenzó a agredirme nada más casarnos. Mi marido tenía todos los problemas imaginables; sufrí todo tipo de violencia. Humillaciones, palizas, torturas… Ni siquiera me dejaba salir a la calle. No recuerdo en cuántas ocasiones hubiese necesitado ingreso hospitalario. Mi primer embarazo acabó en aborto, debido a la brutal violencia que sufrí. La mayoría de las veces las denuncias terminaban en comisaría, donde los policías formulaban palabras tales como “es un asunto interno de la familia”, “no se debe interferir entre marido y mujer”. Las cosas pueden cambiar si das con un buen médico en el hospital o con un buen policía o con un buen fiscal…
Por supuesto, probablemente haya casos que no se puedan reparar solo con bondad: como cuando me apuñaló en dos ocasiones. Regresé de la muerte. Me pusieron, por orden judicial, en un refugio para mujeres. Si tu familia es influyente o mantiene estrechos lazos con el estado, pueden suceder cosas que no deberían suceder. Como cuando mi hermano descubrió la dirección del refugio de mujeres… Aquello fue un crimen. No se puede divulgar la dirección de un refugio de estas características, a nadie. Pero, desgraciadamente, en nuestro país, la ley no respeta este principio. Si ya antes no confiaba en el Estado, tras este incidente, mi desconfianza aumentó.
Cuando llevaba una semana en la casa de las mujeres, mi hermano mayor, acompañado por sus amigos policías, vino a buscarme. Me hubiese podido matar aquel mismo día. “Si tu marido te hubiese rechazado, te habría matado aquel mismo día”, me dijo. Es el único motivo por el que mi familia no me asesinó, por el hecho de que mi marido pidiese “encontrad a Yasemín”.
Él quería recuperarme porque estaba obsesionado. No renunciaba. Presenté una denuncia tras otra, pero fue puesto en libertad en cada ocasión. Por aquel entonces ni la comisaría de policía a la que acudías pidiendo auxilio, ni la fiscalía se tomaban en serio los asesinatos de mujeres. De hecho, en la actualidad la situación no ha variado mucho. Pero por aquel entonces era aún peor. Empleaban incluso un lenguaje que legitimaba el feminicidio. Cuando un hombre mataba a su mujer la primera frase que todos emitían empezaba con un “fijo que ella lo engañó” y terminaba con “ella debe de haber hecho algo”. Sin embargo, la mayoría de las veces las matan porque quieren divorciarse.
Luego está la presión del vecindario… La gente habla con facilidad sobre las mujeres. Se permiten hablar de las que se separan, de las que se divorcian, de las que se ven obligadas a dejar sus hogares, e incluso de las asesinadas. Son partícipes del sufrimiento de la mujer, del violento hostigamiento que padece, de un tipo de vida que rechaza. Cientos de mujeres mueren a consecuencia de la presión del vecindario, por el hecho de seguir viviendo en la misma casa. Muchas mujeres consienten perpetuar una unión que no desean sólo para evitar ser catalogadas como divorciadas. Proceda de donde proceda la violencia, ya sea del jefe, de la pareja, de la familia, de la sociedad o del estado, se trata de violencia y no la debemos aceptar. Yo tampoco quería. Cuando hablé a mi madre de divorcio, me respondió: “Te marchaste vestida de novia, volverás en un ataúd”. Mi familia no tenía remedio. Hiciera lo que hiciese, no me podía divorciar. Cada día significaba un porrazo, una tortura.
Volviendo a la jornada de la última disputa mortal… es como si mi mente la hubiese borrado. No puedo recordar con nitidez aquel día, es como si los detalles se hubiesen perdido. Aquella noche mi marido regresó tarde a casa, estaba borracho. Tras las humillaciones y las palizas, me encerró en el dormitorio con mi hijo. El pequeño tenía hambre. Se desvaneció de tanto llorar. Yo también acabé por dormirme, dolorida. Cuando desperté por la mañana, mi hijo no estaba a mi lado. Al principio pensé que había cogido al niño y que se había marchado.
Volvió a casa con el pequeño en brazos. Nada más entrar comenzó a pegarme y a gritar “¿por qué saliste de la habitación?”. Quise arrancar a mi hijo de sus brazos. Cerró la puerta con llave y la arrojó afuera. Dijo: “Hoy saldrán de aquí nuestros cadáveres”. Decía que iba a matarnos, a los tres. Tendida en el suelo, intenté recuperarme. Y en aquel instante, el cuchillo que estaba sobre la mesa acabó en mi mano. Al parecer se lo clavé en un gesto de supervivencia. No entendí cómo sucedió. Estaba en estado de shock. La declaración de los policías que vinieron a buscarme explica el resto: “En la escena del crimen encontramos a una mujer en estado de shock, la recogimos y la llevamos a comisaria”.
“¡Las mujeres son más fuertes, unidas!”
Me arrestaron y comenzó mi periodo entre rejas. Me pusieron en la división de prisioneras comunes, pero tanto mis ideas como mis acciones eran políticas. La violencia contra las mujeres es política y está presente en todas partes. Lo comprendí cuando estudié el feminismo. He conocido centenares de mujeres condenadas por todo tipo de crímenes y delitos que una pueda imaginar. Las he escuchado. En el relato de cada mujer, sin excepción, un hombre había jugado un papel. Puedo afirmar que todas las mujeres estaban allí por culpa de un hombre. Mi conciencia feminista comenzó a madurar como consecuencia de esas historias. Si añades a todo lo que has soportado la mentalidad machista de la justicia, el lenguaje masculino de la prensa, ¿cómo no te vas a convertir en feminista?
Comprendí en mi primera audiencia lo que era la justicia machista. El fiscal leyó la acusación, sin pedir una investigación de la escena del crimen, sin escuchar a los testigos, sin que pudiese exprimirme, desestimando cualquier utilidad a la elaboración de un informe que detallase que fui torturada. Esto significaba que el veredicto se dictaría en la segunda audiencia. El fiscal solicitaba cadena perpetua. El presidente del Consejo de Jueces ni tan siquiera me escuchó: “En todo caso, tú ya has prestado declaración”, me dijo. En aquella primera audiencia perdí toda convicción, mi vida se detuvo en aquel instante».
Cuando habían transcurrido diez días, la abogada Diren Cevahir Şen vino a verme. Intentaba convencerme para que fuese parte civil en el juicio, para que me presentase como víctima. No la conocía, tenía miedo… Aquella semana, Diren vino a verme todos los días y al no poder convencerme, quiso hablar con mi hermana, pidió su número de teléfono. Por aquel entonces, estaba al margen de la vida, me costaba incluso comprender las cosas. Diren habló con mi hermana, que luego fue a Mor Çatı2. Cuando vino a visitarme, me dijo: “Hermana, puedes confiar en ellas, no tienes nada que perder”. Así que acepté.
Un mes después, tocaba la segunda audiencia. Tan pronto como salí del vehículo de la prisión, los oficiales del escuadrón especial me rodearon. No entendí lo que sucedía. Afuera, había bullicio…
Cuando intentaron hacerme entrar en el Palacio de Justicia por la escalera de incendios, pude ver la multitud. Cientos de mujeres gritaban “¡Yasemin, Yasemin!”. En aquel momento, me sorprendí a mí misma al esbozar una sonrisa en los labios. ¡Había tantas mujeres! Pancartas violetas, banderolas y el eslogan… “¡Las mujeres están juntas, las mujeres son fuertes, juntas!”
Y así sucedió. Tras aquella audiencia, permanecimos juntas. A lo largo de 15 audiencias y a posteriori, nunca volví a caminar sola. En la sala había diez abogadas, periodistas… Estaban todos asombrados, empezando por el consejo de jueces. Había abogadas feministas en la sala, numerosas mujeres en el exterior… Mis abogadas me defendían con entusiasmo. Aceptaron nuestras peticiones, los testigos iban a ser escuchados.
En el camino de regreso a la prisión, vi que mi juicio acaparaba todas las portadas. A partir de aquel día, recibí cientos de cartas. Cientos de cartas que leí una por una, recordando cada línea. Las he leído tantas veces, que aún recuerdo quién escribió cada carta, con qué letra, qué nombre…
Pasé tres años en la cárcel, con cartas, mi diario, leyendo, escribiendo en ocasiones. Fui liberada, gracias a las luchas de las mujeres de todos los rincones del país. Cuando en la última audiencia el juez leyó el veredicto, todas lloraron. Las mujeres se habían aglutinado para hacer frente a la justicia machista y habían obtenido una gran victoria.
La liberación de Yasemin. 4 de julio de 2017, frente a la prisión de mujeres de Estambul Bakırköy.
“Jin, Jiyan, Azadi”
Las mujeres, mis abogadas, mi familia y los periodistas, vinieron a esperarme a la puerta de la prisión. Soñando con el día de mi liberación me prometí algo a mí misma. Iba a saludar a los que me esperaban con un lema, el que siento más cercano, que mejor me describe… Cuando la puerta de la prisión se abrió, los micrófonos me alcanzaron y un periodista me preguntó “Yasemin, ¿quieres decir algo a las mujeres, un mensaje? “Sí” respondí y con el signo de la victoria en los dedos lancé el siguiente grito en mi lengua materna: “¡Jin, Jiyan, Azadi!” [Mujer, vida, libertad, en kurdo].
Mi familia y mi abogada me reprendieron. Aquel grito hizo que se aceptaran los recursos interpuestos que ocasionaron la condena a 15 años de prisión. Pero nunca me he arrepentido de haber saludado a las mujeres con este eslogan. Si fuese hoy, lo emitiría con idéntica sinceridad. ¿Acaso no combatimos por las mujeres, la vida y la libertad?
Cuando salí de la cárcel mi familia no me dejó estar con mis amigas, se apresuraron en llevarme a casa. Lloré durante todo el trayecto. Cuando entré en nuestro vecindario, la historia volvía a empezar. Me llevaron en el coche que el difunto había comprado a mi familia, como regalo por su silencio, hacia la primera casa en la que viví recién casada, la que nunca volví a pisar. Un rayo atravesó mi cuerpo. Realmente no tengo palabras para describir lo que sentí.
La casa estaba llena de gente. Se había reunido toda la tribu. Nunca olvidaré lo que dijo mi tío: “Lo has jodido todo”. A partir de ahora, te arrodillas y te quedas en casa. No puedes salir. ¡Te quedas aquí y cuidas a tu hijo! Si encontramos a un hombre que esté dispuesto, te casaremos de nuevo.” En aquel momento, pensé que iba a tener una crisis nerviosa. No podía decírselo a la cara, pero me venían en mente frases como: “Nadie tiene ni idea de lo que he vivido”. Cuando me torturaron, ninguno de ellos me ayudó. Además, dijeron: “Te fuiste vestida de novia, volverás en un ataúd”. ¿Cómo podían decir cosas así ahora?”. Si bien mis pensamientos eran de ese orden, afloró de mis labios una oración distinta: “A partir de ahora, existo, no para los otros, sino para mi propia vida y la de mi hijo”.
Las discusiones con mi hermano no cesaban. Un día me dijo: “Tranquilízate, has cambiado mucho, pero podré transformarte para que vuelvas a ser la de antes”. Días después, sucedió lo que tenía que suceder. Tuvimos una gran pelea. Con 10 libras turcas en la mano, un teléfono sin crédito en el bolsillo, salí con mi hijo, diciendo que iba a hacer la compra y ya no regresamos más. No podía llamar a nadie, no tenía crédito. Me preguntaba qué podía hacer cuando me telefoneó la abogada Sezin Uçar. Estando en prisión, venía a menudo a visitarme. Nunca fue mi abogada, pero era una buena amiga. Menos mal que vino a buscarnos a la velocidad del rayo. Fuimos a su casa. Mi padre no dejaba de llamarme. Nos había confiscado los carnés de identidad, pensando que podríamos huir. Sezin me quitó el teléfono de la mano y colgó. “No estás sola”, me dijo.
Después me consiguieron un empleo en el ayuntamiento. Más tarde tuve mi propia casa. Y tal y como le había prometido, mi hermana se vino a vivir con nosotros.
Éramos felices. Todo iba bien, hasta que mi hermano me encontró. Lo primero que hizo fue amenazarme. Me obligaron a abandonar mi casa. Mi hermana tuvo que regresar con la familia, muy a su pesar. En esta ocasión no fue mi hermano mayor, sino otro, que había sido sargento mayor. Lo despidieron debido a mi proceso. A partir de aquel momento ya no me dejó en paz. Me decía sin cesar: “Por tu culpa perdí mi trabajo. Nadie ha podido matarte, yo lo haré” y nos atosigaba constantemente. Antes no lo tomaba en serio, pero empecé a asustarme por las cosas que decía y hacía. Al final, me apuntó con un arma. Muchas amigas presenciaron estos hechos…
Tras mi puesta en libertad, fui objeto de numerosas amenazas. Por parte de la policía, de la familia del difunto, me intimidaban sin descanso. Incluso colocaron delante de mi puerta una lápida grabada con mi nombre. Los policías se presentaban en mi lugar de trabajo, me amenazaban. Cuando tomaba parte en manifestaciones me llevaban a un lado y me decían, “vuelve a casa y quédate allí, no te pasees de una manifestación a otra”. Sufrí muchas agresiones por parte de la policía. Me instigaban principalmente diciendo, ¿» qué haces tú en las manifestaciones?,¿qué tienes que ver con la política?”. Nunca les respondí, pero hice lo que tenía que hacer. A través de mi lucha, les respondía como se merecían.
En aquella época todo el mundo me aconsejaba ir al extranjero, pero nunca quise salir de mi país. Pensaba que había peleado mucho para conseguir la libertad y que podía continuar mi lucha. Durante los dos años que siguieron a mi liberación logré encarar este tipo de obstáculos. Pero sucedió algo que no me dejó otra alternativa. Tres meses antes de huir del país mi hijo fue víctima de una agresión y tuvo una congestión cerebral. El autor del ataque, cuya identidad seguimos sin conocer, no ha sido detenido. Tras aquello dejé mi trabajo y pedí ayuda a amigas, hasta que mi hijo se restableciese. Y una vez más, gracias a una red solidaria, salí del país. No me habían prohibido abandonar el territorio, pero era un riesgo porque mi rostro era conocido. Pero lo conseguí.
Ahora mi hijo y yo vivimos en una habitación en un campo de refugiados de Suiza. De aquí en adelante no espero gran cosa. Me gustaría no sentir más miedo y llevar una vida tranquila en la que no reine la muerte. Quisiera no tener más quebraderos de cabeza que los deberes y las contrariedades de la adolescencia de mi hijo, que mis problemas fuesen los de la gente que lleva una vida normal.
Subsisto en un estado psicológico que me hace saltar de miedo y espiar el más mínimo ruido. Hasta tal punto que soy capaz de reconocer a las personas que pasan delante de mí puerta por sus pasos. Me despiertan las pesadillas en mitad de la noche. Todavía no me siento segura. Sucedió en el campamento en el que estábamos antes, mi hijo gritó cuando vio al personal de seguridad. No tenemos un lugar que podamos llamar hogar. Estamos en una habitación y la cocina, el aseo y la ducha son compartidos.
Sé perfectamente que mi hijo no está bien. No puede ir solo a la ducha, al aseo. No duerme en otra cama que no sea la mía. Selim vino a la prisión conmigo cuando era un bebé de seis meses. Dormíamos juntos en el catre inferior de una litera. Cuando creció un poco, se subía solo a la cama. Ahora aquí también tenemos una litera. Es un verdadero trauma tanto para él como para mí. Si pudiera, la desmontaría y la tiraría, aunque tuviese que dormir en el suelo.
Durante los primeros días de nuestra llegada a Suiza, Selim lloró mucho. “Me mentiste, me dijiste que íbamos a Suiza”, repetía. Los campos le parecían una prisión. Y tiene razón, porque estamos en un campamento desierto, lejos de la ciudad. Vivir aquí no nos hace ningún bien ni a mi hijo ni a mí. Tenemos miedo. Hay una tramitación en curso. Psicológicamente no estamos bien, estamos pasando por un momento difícil. Cada vez que llaman a la puerta, siento pánico”.
Yasemin rechazó los roles que la familia, el hombre, el estado y la sociedad le habían atribuido; y pagó un alto precio por ello. Aunque su historia esté llena de dificultades, nos es familiar. Porque lo que nos reunió a las mujeres en torno al “Juicio de Yasemin Çakal” fue la existencia de millones de otras mujeres enfrentadas a la obligación de defender sus vidas, ya sea en el hogar, en la calle o en el trabajo, es decir, en todos los espacios vitales. Yasemin simplemente levantó la voz, convirtiéndose inmediatamente en millones de voces. Esta voz nos confirió a todas una responsabilidad política e hizo que nos congregásemos en una red de solidaridad.
Estos días Yasemin espera la decisión de la Oficina Suiza de Migración. Confío en que dicha resolución sea satisfactoria también para nosotras, las mujeres.
Porque la solicitud de asilo de Yasemin ha de considerarse una demanda política, por lo tanto, deben concederle el permiso para vivir en Suiza con su hijo. Porque en mi opinión, el hecho de que su situación, que hemos detallado en los parágrafos anteriores, no esté resuelta, revela la naturaleza política de su causa.
Tanto el pasado de lucha de Yasemin, como su presente, forman parte de la crónica de una mujer que se esfuerza por ser el sujeto de su propia vida. Y es precisamente ese hecho el que confiere a su causa una identidad política.