El pasado 11 de noviembre, es decir dos días después de su paso por Marsella, Aslı Erdoğan estuvo en Roma invitada por el periódico italiano La Reppublica para debatir sobre la libertad de expresión. Ante un palco de periodistas, habló de su búsqueda de la verdad, en un país que encarcela a quien se atreve a escribir sobre ella.
Ser. Humano. El habla inglesa pone estas dos palabras juntas con suma ligereza creando una expresión de los más extraña: el ser humano. Evidentemente tenemos la impresión de pertenecer a esta categoría. Pero ninguno de nosotros desearía ser reconocido únicamente como tal. Declaramos “somos seres humanos” solo cuando nos hallamos en situaciones extremas, en periodo de guerra o en la cárcel. Los seres humanos fabrican herramientas, construcciones, organizan, crean y destruyen. Con una mano indican al otro lo que han creado o destruido. Y ese gesto les convierte dolorosamente conscientes de ser no solo dueños sino también prisioneros de aquello que han creado o destruido. Los animales también poseen un lenguaje pero únicamente el nuestro detenta estructuras complicadas que nos capacitan para contar historias. El ser humano quiere narrar y escuchar historias, ¿pero cuándo nos percatamos de que se trata de nuestra propia historia?
Creo que el ser humano ha comenzado a contar historias cuando ha acabado por asimilar que en cierto modo se había cometido un error. Un error irreversible. Se trataba quizás de un pecado. O bien era una manera de olvidar el proyecto de inmortalidad. Una serpiente se lo acaparó y lo perdimos para siempre. Para siempre. Como un preludio. Al principio fue el verbo, dijimos, y con el verbo el cielo se separó de la tierra, el rostro perdió su imagen y corrió la sangre. Desde entonces un dios mata sin cesar a ese otro dios que llevamos dentro. Al igual que las palabras somos el fruto de esa unión entre la sangre y las imágenes.
¿Qué podría deciros yo sobre la libertad? Sobre todo a vosotros, periodistas profesionales seleccionados entre los mejores. Como escritora me considero una cronista aficionada. Mi carrera apenas duró 5 años y fue un fracaso total. Un periódico me despidió en dos ocasiones. En mayor o menor grado perdí el estatus y el respeto que podía procurarme el hecho de ser escritora. He conocido la pobreza. He sido objeto de un verdadero linchamiento social- una muerte social concretamente, iniciada por la prensa mainstream. Recibí numerosas amenazas y al final me detuvieron.
¿Habrá sido la manzana que he mordido o que se supone he dado a otros, para acabar en un exilio tan real? Hace un siglo el físico Rutheford bombardeó finísimas láminas de oro con partículas pesadas [las partículas alfa] y se llevó una sorpresa cuando comprobó que se reflejaban. “Era como disparar con un cañón sobre una hoja de papel y constatar que el tiro regresaba hacia ti”, relató. Acababa de descubrir por casualidad el núcleo del átomo. Por desgracia no podemos nombrar con la misma facilidad algo que nos percute de modo repetitivo, como un cañón, cuando nos limitamos simplemente a deslizar unas pocas palabras sobre los folios vacíos. En mi condición de cronista novicia carezco de fórmulas, soluciones o recetas. No formularé ninguna petición al poder. Intentaré ser la voz del otro, nada más.
Un texto es o un grito o un juicio. Intentaré prestar voz al silencio — el silencio o los gritos ahogados de las víctimas. El grito es solitario, carece de fe, de humanidad, al igual que una nota musical está hueco. Pero un grito no miente jamás. Para mí la palabra es la única herramienta que permite que los gritos, o al menos su eco, vibren y en ocasiones se conviertan incluso en melodía. Nuestro oficio y quizás la razón de nuestra existencia resida en dar sentido a las palabras y palabras a los sentidos. Este misterio inmemorial, este trágico dilema, el ser humano, es nuestra herramienta. La historia de todos pertenece a todos. Y al estar condenados a observar nuestra imagen en todo lo que contemplamos, cuando el trasfondo de la realidad es más completo, nuestro rostro se torna visible.
Nunca antes en mi vida habían tenido las palabras tanto eco como detrás de los barrotes. Cuando un cerrojo se cierra ante ti, es decir cuando te tienen cautivo como si fueses un animal salvaje- porque si bien pueden utilizar un solo candado para confinarte utilizan varios y pesados- empiezas a escuchar el eco de la palabra “libertad”. La dignidad adquiere una forma, una tercera dimensión, de carne y hueso cuando al entrar en prisión te gritan “tienes que quitarte los pantalones.” Gracias a otro vocablo tan pasado de moda, tan estereotipado, “solidaridad”, puedes sobrevivir al dolor, al frío, a las enfermedades, a las humillaciones. Te alzas aferrándote a una palabra y permaneces en pie agarrándote a la otra.
Libertad es un término que no debe reducirse jamás al silencio. Escribí en mi celda en un trozo de papel que filtré a escondidas al exterior. Era un lunes. Mis amigos entonaban canciones carcelarias y yo las escuchaba desde el otro lado de la pared. Después supe que de hecho cantaban todos los lunes, las canciones existían, pero era imposible que yo las hubiese podido oír.
Acabé en la cárcel porque no podía permanecer durante mucho más tiempo sorda y muda a la llamada de esta expresión imposible, perteneciente tal vez a un pasado remoto, o quién sabe si al futuro: “el ser humano”. Me arrojaron a una celda por la sola razón de haber escrito acerca de las atrocidades cometidas en una pequeña aldea kurda llamada Cizre. Pidieron y piden por mí una condena a perpetuidad por haber reunido los últimos mensajes, las últimas voces, los últimos gritos de ciento cincuenta personas enterradas vivas en los sótanos, por intentar transformarlo en literatura, en la columna de un diario. Puede ser que las personas que leyeron mis columnas hayan tenido dificultad en comprender por qué y cómo han podido considerar unos artículos tan humanistas como una amenaza para el sistema. Pienso que este tipo de textos no debe, no puede hacer concesiones. Si decides escribir sobre masacres, torturas, campos de concentración, abandonar el puesto de observador para intentar nombrar lo innombrable, franqueas un límite. En ese “no man’s land” no existen ni la hipocresía, ni los embustes para curar las heridas, no hay tan siquiera ternura o piedad, ni para quienes escriben ni para quienes leen. Pero esta falta de compromiso forma parte de la propia literatura, no está en mí como persona, está en las palabras.
La literatura, como un espejo, está dañada por el paso del tiempo pero algunos persistimos en dar palos de ciego sobre los cristales rotos, vagabundeando con la fantasía de un espejo que puede que lleve tiempo transformado en arena, buscando un atisbo de verdad que solamente una mano ensangrentada puede atrapar. Pero el milagro de las palabras es eterno. Se debe al hecho de que están siempre limitadas, supeditadas a la oración venidera.
Os tengo que recordar y recordármelo a mí misma, que mi relato como escritora y periodista es un relato muy banal, en un país que ha encarcelado a 150, por no decir 180, periodistas. En un siglo Turquía ha arrestado a más de 170 de sus grandes autores y poetas. Y si añadimos a la lista a los universitarios, editores, artistas y periodistas, nos estaremos refiriendo a miles de personas encarceladas- todo un record mundial. Cada vez que los mandatarios han querido mostrar su poder, los periodistas han sido siempre las primeras víctimas. En la historia de la república turca se han dado más de 100 casos de periodistas asesinados, kurdos en mayor medida seguidos por armenios.
Me gustaría evocar, con mucho respeto, dolor y consternación, a dos personas. Hrant Dink, el periodista armenio que dirigía el diario Agos y amigo mío de larga data, asesinado en 2007. La investigación sobre su muerte se prolonga desde hace diez años sin llegar a ninguna conclusión. Y Musa Anter, el intelectual Kurdo que contaba con 70 años cuando fue alcanzado por las balas en la década de los 90. Me enorgullece tanto que el periódico Özgür Gündem me confiase sus crónicas. Este pequeño rotativo ha conocido más de setenta y seis víctimas en 25 años de existencia. Han sido asesinados 30 de sus periodistas y cronistas. Las 46 personas restantes eran reporteros, trabajadores o distribuidores.
En realidad la lista es muy extensa, si os fijáis a lo largo y ancho del mundo, de Charli Hebdo a Anna Politovskaya, no existe un país limpio en este sentido. También desearía hablar de otra persona. Lo asesinaron en Turquía cuando tuvo lugar el atentado de Charlie Hebdo. Se trata de Naji Jerf, que había dirigido una revista en Siria, había huido a Turquía y acabó asesinado probablemente por Daech. Está claro que en la Turquía de los años 70 ser un periodista relevante significaba acabar en la cárcel o ser asesinado, y con frecuencia ambas cosas a la vez.
Me gustaría acabar con una pequeña anécdota. Durante mi segundo mes en prisión, una revista para la que acostumbraba escribir, FIL, que significa elefante, había preparado un número especial sobre mí, mi labor literaria, periodística, mi encarcelamiento. Uno de los reporteros fue a Cizre, la pequeña ciudad sobre la que yo había escrito y que había quedado completamente destruida, borrada del mapa. Y preguntó a la gente de la calle su opinión acerca de la detención de Asli Erdogan. Aquellas gentes ya habían perdido casi todo. Sus hogares. Sus calles. Sus recuerdos. Sus hijos estaban muertos. Una madre había guardado el cuerpo de su bebé en el congelador durante diez días, porque no estaba autorizada a salir para enterrarlo. Y el cadáver de una mujer de 70 años permaneció tirado en la calle durante una semana por culpa del toque de queda. Aquellas gentes de Cizre dijeron que no tenían ninguna oportunidad de leer mis artículos. Pero pidieron al reportero: “Dígale por favor que aunque el mundo entero la olvide nosotros no la olvidaremos jamás.” Se trata de uno de los rarísimos momentos de mi vida en los que lloré con gratitud. Cada elemento, todo adquiría sentido, es decir una finalidad. Nada, ni tan siquiera mi propia vida había sido en vano. Como dice una vieja canción brasileña, es la vida la que nos da sentido.
Voy a acabar con una cita archiconocida. “Si no conocéis el poder de las palabras entonces no conocéis la grandeza humana”. Gracias por haberme invitado y escuchado, por toda la solidaridad que me habéis transmitido durante mi calvario. Cómo podría deciros gracias por mi libertad…
Anne Rochelle
Este texto es la transcripción y traducción de la grabación de video transmitida por el periódico La Repubblica el 21 de noviembre.
Video en inglés, subtitulado en italiano.
Traducido por Maité
Aslı Erdoğan : “La liberté est un mot qui ne peut être réduit au silence” Cliquez pour lire
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