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El niño en la fosa

Tay­mour Abdul­lah, el niño de doce años que sobrevivió

Sucedió de la sigu­iente man­era: en Topza­wa despo­jaron a

las mujeres de sus pen­di­entes, anil­los, se apropi­aron de las biberones

de los bebés, nos dijeron que allá donde íbamos no

nece­sitábamos nada, nos haci­naron en camiones transformados

en ambu­lan­cias, con ven­tan­i­tas en la parte trasera- mujeres y niños,

sin hom­bres ni ancianos. Así dio comien­zo el viaje,

la larga trav­es­ía desier­ta, a través de pueb­los árabes.

Las gentes se agol­paron al bor­de de la carretera,

emi­tien­do gri­tos de ale­gría. Vi a un niño, prob­a­ble­mente tenía mi edad,

se mordía las yemas de los dedos. Una mujer embarazada

perdió conocimien­to en el camión a causa del calor, la sed, la fal­ta de oxígeno.

La may­or parte del tiem­po per­manec­i­mos en una ruta prin­ci­pal, luego

pros­eguimos por una vía secun­daria. Tar­damos doce horas o más.

De repente los camiones pararon, se abrieron las puer­tas de par en par,

nos agar­raron por los bra­zos y nos arro­jaron fuera. Vi las fosas,

había muchas, olían a fres­co. Las excavado­ras esta­ban listas.

Nos pusieron en fila, dan­do la espal­da a las fos­as, los sol­da­dos enfrente.

No puedo recor­dar lo que dijeron los otros, hubo susurros, algunos

esta­ban asom­bra­dos, otros demasi­a­do cansa­dos para protestar.

Yo esta­ba jun­to a mi madre y tres her­manas, mi tía, mis primos,

cen­tenares de campesinos. El ofi­cial ordenó: ¡Fuego!

Y los sol­da­dos dis­pararon. Me hirieron sin gravedad.

Me puse en pie, cogí el arma del sol­da­do y le supliqué que no

me matase. Entonces vi que llora­ba. El ofi­cial volvió a ordenar

que abri­er­an fuego, así que dis­paró. En aquel instante me agaché.

Los sol­da­dos se fueron. Vi que mi madre y mis her­manas estaban

muer­tas. De las muñe­cas de mi tía brota­ba san­gre. Una chi­ca joven

esta­ba aún con vida, ile­sa. Le dije que huyese conmigo,

pero no se atre­vió. Me arras­tré fuera de la fosa, me escondí tras

el mon­tícu­lo de tier­ra y seguí arras­trán­dome has­ta lle­gar a la última

fosa, que esta­ba vacía. Debí perder conocimien­to. Cuan­do desperté

rein­a­ba una cal­ma abso­lu­ta. Los sol­da­dos se habían mar­cha­do, las

fos­as esta­ban cubier­tas de tier­ra. De man­era que me puse a cor­rer lo

más deprisa posi­ble y prometí a Dios que si sobre­vivía daría 5 dinares

a los pobres. Al alba alcancé el pueblo de los beduinos, los per­ros me

cer­caron con sus ladri­dos. Has­ta que llegó alguien con una linterna,

me pro­te­gió, habló en árabe, me acep­tó como uno de los suyos. Pero

esa es otra his­to­ria, te la con­taré en otra ocasión.

Choman Har­di
Anfal

Traducido por Maite
Zehra Doğan

Zehra DoğanXer­abê Bava”, Nusay­bin, Turquía. Pho­to ©Jef Rabillon


Choman HardiLa poeta kurda Choman Hardi era aún adolescente cuando Sadam Hussein ordenó la campaña de exterminio de la población kurda iraquí (“Anfal”).
Ha cursado estudios universitarios en Inglaterra donde ha redactado una tesis doctoral sobre la salud mental de las refugiadas kurdas. Su poemario titulado Anfal indaga la crónica soterrada de la carnicería perpetrada por el régimen iraquí en 1988.

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