Este artículo se publicó vez por primera en el diario turco Evrensel — Pazar. Su autor es el escritor turco de origen kurdo Murat Özyaşar. Profesor de literatura en secundaria, Murat así como 10000 compañeros suyos, fue despedido por haber criticado las acciones del ejército turco en el Kurdistán turco. En Octubre de 2016 pasó una semana en prisión preventiva
En la actualidad ha retomado su labor de profesor y espera, como tantos otros, el veredicto de la justicia.
Cómo se vive en Diyarbakır
Vivir en Diyarbakır es nacer en el seno de un idioma, el kurdo, en un lugar cuyo uso ha estado prohibido y por lo tanto no es un kurdo correcto y en el que el turco, teniendo en cuenta que los que viven allí no son turcos, no es un turco correcto; un lugar en el que utilizamos una lengua que no es ni dialecto, ni regionalismo de otro idioma, lo que se escucha allí no es ni mucho menos un acento sino un idioma que “cojea”, el kurdo y el turco se han contaminado entre sí de mala manera, tanto a nivel gramatical como semántico y como colofón, se han destruido el uno al otro. Es decir: “¡El Estado tiene su culpa!”.
Es observar la conciencia política del pequeño comerciante que frente a su tienda, con un vaso de té en la mano y un cigarrillo en los labios, observa si sus colegas han cerrado o no, mientras circulan por la ciudad rumores del tipo: “Hoy los comerciantes bajan las persianas, mañana también”. Es ver cómo de repente explota una bomba a plena luz del día mientras proseguimos nuestro camino y sonreímos al escuchar a alguien decir: “Caramba, empiezan temprano hoy” intuyendo la conciencia política del mendigo que reza: “Que Alá libere vuestros prisioneros y ordene que encontremos los huesos de vuestros muertos”.
Es contemplar a los mocosos mientras juegan en la calle y ver cómo uno de ellos, al creer que el otro hace trampas, extiende los brazos al cielo y grita enojado, “¿Os parece esto justo? Y un tercero le responde, dándoselas de sabio: ¿Acaso el Estado es justo?”. Los ves y te quedas allí plantado, boquiabierto.
Vivir en Diyarbakır significa pensar en Oriente Medio al despuntar el día y seguir todavía meditando en ello al caer la tarde. Equivale a vivir en un lugar en el que el término “moreno” adquiere todo su significado. Es explicar detalladamente “por qué los kurdos nacen viejos”. Vivir en Diyarbakır supone en ocasiones aprender a no vivir. Es cargar con el peso de una capital ilegal y soñar con el día en el que la ciudad se convertirá, en toda la extensión de la palabra, en la “capital de las palomas”. (Diyarbakır es conocida por sus palomas y pichones).
Es no fijarse en que durante las manifestaciones el eslogan “Viva la fraternidad entre los pueblos” pasa de repente en un periquete, del turco al kurdo “Bijî biratîya gelan” y escuchar el comentario de la persona que tienes a tu lado: “¡Eso sí, arriba las cuñadas de los pueblos!” (la confusión proviene de la errónea interpretación del termino kurdo “birati” (fraternidad), lo que da que pensar que ni los propios locutores kurdos dominan el idioma).
Es escuchar cómo responde un anciano a la pregunta “Qué piensa usted del Estado” con un “En fin, yo estoy satisfecho con el Estado” y comprobar cómo la periodista de la televisión kurda Roj TV (afincada en Bélgica) tras apagar la cámara y el micro le fulmina: “¿No han quemado ellos tu pueblo?- Sí- ¿No ha fallecido tu hijo en la montaña? –Sí — ¿No arrastras tu perra vida por esta ciudad?- Sí- ¿Entonces cómo puedes estar contento con el Estado?” Y en ese momento oyes que el anciano, antes de saludarle en un susurro, le responde: “Ese es mi punto de vista oficial”.
Vivir en Diyarbakır es decir: “Deja que te cuente algo” y hablar durante dos parágrafos. Es testimoniar con 12 años el asesinato jamás resuelto de Vedat Aydin, el de Musa Âpe con 13, el de Tahir Elçi con 36 y en ese lapso de tiempo, el de centenas de muchachos cuyos nombres desgraciadamente hemos olvidado. Es pasarse la vida llorando y repitiendo asesinos, asesinos, asesinos… Es vivir en una ciudad en la que los únicos lugares seguros que crecen de manera “estable” son los cementerios, en la que el duelo ha estado prohibido durante mucho tiempo y precisamente por ese motivo no conseguimos curar el traumatismo. Es adentrarse en aterradoras crisis de risa negra.
“No juegues al Estado conmingo”
Es responder mediante el silencio a las palabras de la madre de un alumno de 18 años que se asoma a la puerta de vuestra clase para decir que su hijo “no volvió a casa ayer por la tarde”. Porque ese joven de 18 años tampoco regresará el día siguiente, ni al otro, ni al otro… Diyarbakır es la ciudad en la que las madres se oponen con violencia a que sus hijos vistan zapatillas, porque en Diyarbakır los jóvenes se ponen zapatillas cuando salen a manifestarse. Es la ciudad en la que el hecho de regresar tarde a casa adquiere una connotación diferente.
En la ciudad de Diyarbakır, mientras el resto del mundo aspira a una vida mejor, los kurdos protestan simplemente para poder “vivir” y “se sublevan” porque no les queda otra opción si quieren permanecer en pie. Es la vida del poeta Ahmed Arif, que escribe: “¡Disparad coño, disparad! ¡A mí no se me mata tan fácilmente!” Es la del escritor Hicri İzgören que relata: “En cada esquina me piden el documento de identidad, yo abro la camisa y les enseño mi herida” y la de su colega Kemal Varol, que ratifica: “Porque la violencia de la vida requiere espectadores.”
Vivir en Diyarbakır es escuchar cómo un chófer de minibús responde a un anciano cuando este le entrega muerto de vergüenza unas monedas y le pide la tarifa estudiante para poder ahorrarse dos céntimos: ”¿En qué clase estás abuelo?”. En Amed, si preguntas a un chaval que vende simits cuántos vende cada día, te responderá: “¿Quieres uno o no? No juegues al Estado conmigo, tengo otras cosas que hacer.”
Es la ciudad en la que las ancianas, transgrediendo toda autoridad, son las primeras en proclamar la autonomía colocando en las barreras policiales pimientos secados al sol. Es la ciudad cuyos habitantes están cansados de insultar copiosamente a los medios de comunicación no especializados que difunden noticias falsas y en la que los balcones o tejados de cada casa están dotados de una antena parabólica.
Es la ciudad en la que empleamos expresiones inauditas como “calumniarse a sí mismo” para definir el ““estado de ánimo”. Es la ciudad en la que si quieres arreglar tu cuarto de baño, cocina o balcón, encontrarás obreros muy competentes en el arte de “romper y destruir” (porque es lo que la guerra enseña) pero no encontraréis uno que sepa “hacer y construir” (porque en su momento los maestros artesanos armenios fueron expulsados de la ciudad). Es también la ciudad en la que los obreros, una vez acabado el trabajo chapucero, os van a exigir el dinero de la dote de vuestra madre.
Diyarbakır no es una urbe moderna, es una ciudad milenaria en la que la ira, la alegría y la revuelta son únicas y aunque lleves viviendo allí cuarenta años no acabas de creer que lo que estás contemplando sea cierto. ¿En qué quedamos: Amed (nombre de la ciudad en kurdo) o Diyarbakır?
Es la ciudad que debido a su identidad lleva en guerra cien años, que ha pagado un alto precio por ello, puede que sea una de las ciudades más auténticas del mundo, Amed o Diyarbakır. Si os ha tocado nacer en esta ciudad, habréis escuchado las frías palabras del Estado, mucho antes que las personas de vuestra generación nacidas en otros lugares; os habrá correspondido asimilar tempranamente ese lenguaje, pero las únicas palabras en las que os habéis podido diplomar son las de la revuelta.
De hecho, creo que me hubiese podido limitar a decir lo siguiente: Diyarbakır es una larga frase que aglutina Estado y revuelta.
Murat Özyaşar
Este artículo se publicó vez por primera en el diario turco Evrensel Pazar. Su autor es el escritor turco de origen kurdo Murat Özyaşar. Profesor de literatura en secundaria, Murat así como 10000 compañeros suyos, fue despedido por haber criticado las acciones del ejército turco en el Kurdistán turco. En Octubre de 2016 pasó una semana en prisión preventiva
En la actualidad ha retomado su labor de profesor y espera, como tantos otros, el veredicto de la justicia.