De la cocina nos llega el aroma a vainilla. Una joven alta entra en el salón, nos trae un pastel. Comenta entre risas que se le ha quemado. Se llama Hevi. Nos sirve porciones en pequeños platillos. Somos ocho mujeres, algunas sentadas en el sofá, otras sobre la espesa alfombra. Comemos el pastel intentando apartar la parte chamuscada mientras sorbemos té a pesar de las altas temperaturas. Enfrente de mí una mujer está ocupada enhebrando clavos de olor en un hilo. A mi derecha se encuentra sentada Mizgin, nombre que significa “buenas noticias”. Ronda los 50–55 años, la edad de mi madre. Habla con dulzura incluso cuando gasta bromas. Me pregunta sobre el panorama político suizo. Está interesada en el sistema de las iniciativas populares. Y en cuanto empiezo a hablar del tema comprendo que sabe más que yo al respecto. Hevi me pregunta acerca de mi familia. Le enseño fotos de mi teléfono en los que se ve a mi hermana y su niño, a un grupo de amigos sonriendo, haciendo muecas. Observo los rostros alineados en el muro frente a mí. Hevi recalca una de las fotografías situada en el extremo izquierdo. Se llamaba Zelal, solo tenía 21 años cuando falleció. Estaba estudiando para ser profesora al estallar la guerra. Decidió unirse a las unidades de protección popular de mujeres, las YPJ, con el objetivo de defender la ciudad frente a Daesh. Cayó mártir cuando Daesh atacó su posición.
El sitio se prolongó durante 4 meses. El mundo observaba. Nadie pensó que la guerrilla kurda armada con viejas Kalashnikov sería capaz de defenderse. Pero Kobanê fue liberada. Sucedió hace menos de 3 años. Fue liberada gracias a Zelal que quería ser profesora, a Hevi que ha quemado el pastel, a Mizgin que tiene la edad de mi madre y a sus amigas. La liberaron amas de casa, oficinistas, madres, amantes, mujeres que soñaban con viajar a lo largo y ancho del mundo. No parecen mujeres soldado ni las guerreras que vemos en las películas. Lo que les impulsó a tomar las armas fue su espíritu solidario. El amor que sienten por su comunidad y sus vecinos les inspiró para la lucha. Pelean para que sus hermanas de 12 años no estén obligadas a casarse y para que las ideas políticas de sus madres sean tenidas en cuenta. Luchan para acabar con la mentalidad patriarcal que viene esclavizando a la mujer desde hace cientos de años y que las manadas de Daesh han llevado al extremo.
La mujer que tengo sentada enfrente ha acabado de confeccionar su collar de clavos. Me sonríe y me lo coloca alrededor del cuello. Hay cierto misticismo en la manera en la que las combatientes de YPJ me han abierto sus casas y alimentado con sus dulces. En cuanto llegué a su puerta me trataron como a una hermana, una camarada. Me hicieron preguntas sobre cuestiones a las que su organización tiene que hacer frente, la “burocracia de la revolución” según sus propias palabras. Me abrazaron e hicieron sentir que esta revolución también me pertenece. Para ellas es un deber dar la bienvenida a quienes expresan solidaridad con su combate. Su actitud me resultaba casi cándida. Me dieron ganas de decirles tened cuidado. Pero las kalashnikov apoyadas contra la pared me recordaron que saben cuidarse solas. Me parecieron soñadoras que se sienten capaces de cambiar el mundo. ¿Pero cuántas de nosotras estamos lo suficientemente chifladas como para perseguir un ideal semejante y luchar por él?
Construire la sororité en mangeant du gâteau au Rojava Cliquez pour lire
Rojava • Building sisterhood: eating cake and talking about the revolution Click to read