Habían anunciado por los altavoces que el despegue era inminente, el avión se estaba moviendo, cogía velocidad y yo abandonaba definitivamente mi país. Intenté en numerosas ocasiones responder a la pregunta: ¿Qué siente uno cuando abandona su propio país? Creo que ahora conozco la respuesta. Podemos hablar largo y tendido acerca de lo que dejamos atrás. Podemos recordar muchas cosas cuando evocamos el pasado. Sobre todo si ese pasado nos brinda razones de peso para desear arrancarlo de la memoria. En este momento intento rememorar una pequeña fracción de mi historia.
Hace aproximadamente dos años, el ejército turco bombardeaba con sus tanques ciudades como Cizre, Nusaybin y Sur casi todos los días. Miles de uniformados turcos, con el rostro cubierto, portando armas de último grito y en posesión de vehículos armados hasta los dientes, “cumplían con su deber”. En aquellos precisos días yo, en mi condición de periodista, cubría todos los acontecimientos. Resultaba difícil plasmar en palabras lo que veía. El cuerpo de la madre Taybet postrado en mitad de la calle, el bebé Miray, de apenas 3 meses, alcanzado por un sniper cuando estaba en brazos de su madre, la cabeza reventada de Helin Sen, que había salido de casa en busca de pan – la autopsia reveló que Helin llevaba tres días sin comer‑, la mamá que desayunaba en casa en compañía de sus tres hijos y quedó descuartizada en presencia de los pequeños al ser alcanzada por un tiro de cañón …Los casos se repiten, así como la encarcelación de mis amig@s periodistas que cubrían lo que estaba sucediendo…En mi país el simple hecho de narrar los acontecimientos se convirtió en un crimen.
Por esta razón nos hemos transformado en traidor@s, terroristas o agentes. A veces tenía la sensación de que mi tarea consistía en elaborar listas de fallecidos, que mi único cometido consistía en contribuir a que las pérdidas no representasen nada más que una cifra. Pero este detalle bastó para que me inculpasen.
Mi país acabó en manos de los autores del crimen; los cadáveres yacían diseminados y yo tenía que cargar sobre la conciencia con el miedo de no poder relatar jamás con precisión los sucesos que quedaron grabados en la memoria. Ahora que observo mi país desde una distancia kilométrica, veo que nada ha cambiado, los blindados siguen matando a niños, arrestando a mis amigas con métodos que denominan “accidentes” y los lugares históricos que describía en mis artículos ya no existen. Sin haberme siquiera despojado de mi propio asombro por pasar de condición de testigo a la de acusado, integro el colectivo de individuos forzados a observar desde la distancia. En Berlín, ciudad de un país que desconocía por completo, soy uno más entre los miles de seres humanos obligados a devenir “refugiados”.
Pero el pasado nos acompaña incluso estando lejos. Y puede suceder que personas que recuerdas como protagonistas de ese pasado, que fueron “partícipes”, se sienten en la misma mesa que tú, en el comedor de un campo de refugiados.
Me siento en torno a una gran mesa, en este inmenso campo de refugiados, en esta sala donde se reúnen para comer personas de orígenes múltiples. Mientras como un guiso de nombre desconocido cuyo sabor preferiría olvidar para siempre, una persona de habla turca se coloca cerca de mí. Ronda los cuarenta y se expresa en un turco formal. Nos saludamos. Cuando me percato de que se trata de un militar dejo de comer y le escudriño. Un encuentro semejante no se habría producido jamás en nuestro país de origen, el hecho de que suceda ahora me impide comer. Me levanto después de haber intercambiado sobre el buen tiempo y otras cuestiones. Varios días después (supongo que echaba en falta el periodismo) me las apaño para mantener una larga conversación con él.
Se trata en realidad de uno de aquellos soldados que hace dos años transitaba con la cara cubierta en las ciudades destruidas y arrasadas por las bombas. Hace dos años, ataviado con su uniforme militar “mataba personas para proteger a la patria” y yo mientras tanto intentaba informar a la opinión pública acerca de la realidad y la muerte de las personas que él mataba. En mi país hubiese sido imposible que nos sentásemos lado a lado. Porque a su juicio yo era “un terrorista que deseaba hacer daño al país” o a lo sumo culpable por hacer propaganda terrorista. El único sitio en el que nos hubiésemos podido reunir habría sido una comisaria o un lugar en ruinas.
Pero todo resulta tan chocante en Turquía que incluso el “más patriota de los individuos” puede ser tildado más tarde de traidor. Pese a tratarse de un militar que ejecutaba órdenes, mataba o mandaba matar gente, hace 4 meses perdió su trabajo por ser miembro del FETÖ [la organización de Fetullah Gülen, el predicador, viejo amigo de Erdogan, considerado en la actualidad como terrorista y exiliado en Pennsylvania. Su movimiento se denomina “Hizmet”, “favor” en turco] y mientras se emitía la orden de arresto, atravesó a nado el mar Egeo y huyó a Europa. Hablamos de un oficial que integró el ejército turco con 17 años, que durante los toques de queda, participó a lo largo de 100 días en maniobras y enfrentamientos, en Nusaybin, distrito de Mardin, donde se registró la destrucción de mayor intensidad.
El otrora militar, en el relato de su experiencia en Nusaybin, explica que antes del inicio de las maniobras en la región, había recibido la orden de destruir los cementerios donde yacían los miembros del PKK. Pero al rechazar la orden sus superiores jerárquicos le amonestaron. En el transcurso de mi conversación con el ex militar, sujeto que ha matado seres humanos, acabé por comprender que al fin y al cabo tan solo me inspiraba compasión.
Continuamos charlando sobre diversos asuntos. El hecho de que no titubease al relatarme sus vivencias atrajo mi atención. Así que le pregunté si había matado a alguien. Reflexionó durante un instante, después respondió “no” y añadió “No he matado directamente pero daba órdenes a mis soldados”. Aunque sus palabras no me chocasen y pretendiese que la nuestra era una charla común y corriente, no sé por qué motivo, pero de repente recordé los reportajes sobre los miembros de Daech hechos prisioneros. No era fumador pero no rechazó el cigarrillo de tabaco de liar que le tendí. Cuando le recordé que en la época en la que él era comandante en Turquía yo era periodista me dijo sonriendo: “Si hubieses estado presente en Nusaybin en calidad de periodista habría ordenado que te matasen”. Pronunció estas palabras con tanta facilidad que me puse a liar otro cigarrillo de mala gana. Para terminar la conversación le hice preguntas acerca de su experiencia personal. Me contó que tuvo que salir de Turquía acusado de “pertenecer al movimiento FETO”. Este militar de grado, que no ocultaba ni su decepción ni su rabia, describía que había participado en misiones muy importantes, incluida la que le fue asignada el 15 de julio, la noche del golpe de estado. Respondió a mi pregunta “¿Dónde estabas la noche del 15 de julio?” con un “Estaba cenando con mis soldados. Luego me dieron por teléfono la orden de detener a los militares putchistas”. Especifica que la noche del 15 de julio, le asignaron mediante una orden “especial” la tarea de detener a los militares encargados de secuestrar al presidente de la República de Turquía Recep Tayyip Erdogan. “Detuvimos a los soldados. Estaban en un estado lamentable”. Dice que cuatro meses después abrieron una investigación contra él ya que su teléfono contaba con la aplicación Bylock.
Se describe a sí mismo como “patriota” y afirma: “Si fuese miembro del FETÖ, no hubiese podido llevar a cabo estas misiones con éxito”.
Cuenta asimismo su periplo desde que llegó a Alemania, dice que en estos cinco meses no le han concedido el permiso de residencia y aclara que “no me lo dan porque no soy miembro del FETÖ”. Y añade que la citada organización le ha enviado varios afiliados para que jure lealtad, pero él se ha negado.
Durante nuestra conversación no duda en hablarme de una serie de denuncias, pero teme que sucede algo a su familia en Turquía, por lo que no desea que estas informaciones sean reveladas.
Nos hemos estrechado la mano y nos hemos dirigido hacia nuestros aposentos, situados en diferentes edificios del campo.
Me resulta difícil relatar este encuentro y nuestra “extraña” charla.
En el transcurso de una noche las personas que le inducían a la guerra le han declarado “traidor a la patria” y esa declaración le ha empujado lejos de su país, a miles de kilómetros de distancia. Si bien es cierto que nos hemos cruzado por puro azar, ambos detentamos una biografía común: “somos refugiados”…
En estos momentos, sabiéndome sujeto a cualquier vicisitud, vivo situaciones extrañas. Tras haber hablado con decenas de individuos llegados a Alemania tras la supuesta “tentativa de golpe de estado del 15 de julio” y que se autodenominan “miembros del movimiento Hizmet”, una frase ha quedado grabada en mi memoria: “Ahora entendemos mejor a los kurdos”. A mí sin embargo me ofende escuchar que han tenido que padecer el tratamiento que se dispensa habitualmente a kurdos y opositores para comprenderlos. Es deplorable que tengan que pasar por un calvario semejante para entender el sufrimiento ajeno. Muchos de ellos estuvieron en el poder, fueron cómplices de la persecución o se conformaron con ser simples espectadores silenciosos y ahora intentan olvidar el pasado exhalando un ¡oh!
Aquí cada uno tiene su historia. Nos hallamos en un universo común con relatos diferentes. Tal vez pueda hacer una lectura interesante de esta situación: Daba mis primeros pasos en el periodismo cuando me detuvieron en la universidad y me tuvieron en prisión preventiva por primera vez. El jefe de la policía me dijo: “Si sigues haciendo periodismo aquí te pego un tiro en la cabeza”. Ahora compartimos el mismo destino, el de refugiados…
İsmail Eskin
İsmail Eskin nacido el 1.11.1987 en Diyarbakır. Licendiado en Ciencias de la Información por la Facultad de Comunicación de la Universidad de Kocaelij, trabajó en la Agencia de Información Dicle (DIHA) entre 2007 y 2015. Fue corresponsal de guerra en diversas regiones de Siria. Cubrió la resistencia de Kobanê durante el ataque del ISIS a Sinjar y también 3 cantones de Rojava.
En 2014 recibió el premio Musa Anter Price de Periodismo en la categoría de información en turco y en 2017 el Freedom of Expression del Austrian Concordian Press Club. Prosiguió con su colaboración en DIHA, trabajó para Özgür Gündem y continuó en calidad de freelance cuando cerraron los periódicos al decretarse el estado de emergencia. Le sentenciaron a tres años y un mes de cárcel por culpa de sus tweets y por transmisión de información. Abandonó Turquía y reside en la actualidad en Alemania.
Traducido por Maité
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